jueves, 12 de diciembre de 2019

Escribo, luego pienso


Por Wim Wenders. Cineasta Alemán. 

Hay personas que son capaces de pensar con una enorme claridad.
Otras, pensando no llegan muy lejos.
Pierden el hilo a la vuelta de cada esquina
y tienen que estar buscando todo el tiempo el punto de partida
para saber qué era lo que querían decir.
Yo soy una de esas.
Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final.
Las ideas van cobrando claridad
a medida que veo las palabras escritas delante mío.
Tengo la impresión de que es así porque en el resto de las esferas
suelo confiar sobre todo en la vista,
que por lo tanto pasó a ser mi sentido más agudo.
Si puedo verlo que hace un instante no era más que pensamiento,
la idea queda liberada,
se transforma en la imagen escrita del proceso de reflexión
y puede continuar pensándose hacia adelante.
Si escribo a mano es absolutamente imposible que surja una imagen.
Eso se debe a mi caligrafía (¡hijo de médico!),
y a que siento que lo que escribo de puño y letra sigue siendo
parte de mi pensamiento
y no de lo que se abarca con la mirada.
Durante mucho tiempo fui apuntando mis sueños
en medio de la noche, entredormido.
Me forzaba a cumplir, aun sin despertar,
con una disciplina que yo mismo me había impuesto.
Pero por la mañana esos garabatos eran imposibles de descifrar.
Su sentido se había volatilizado,
tal como sucede con los sueños,
que con cada segundo que pasa después de amanecer
se repliegan en la oscuridad,
se retraen y caen en un abismo del que nunca se los
puede arrancar
—salvo cuando pocas, muy pocas veces,
logramos atrapar la punta
de un ovillo que quedó como flotando
a la deriva
y así le sonsacamos otras imágenes a la oscuridad.
Pero cuando despertaba
y no veía ni un trazo mínimamente comprensible
desde lo visual,
me quedaba desconcertado mirando esos jeroglíficos
con la esperanza imposible
de amasarlos para poder formar una palabra
que a la vista
me resultase familiar.
Y ni hablar de que hubiera algún indicio
que me permitiera reconstruir qué había soñado.
Como fueron muchas las veces que mi propia caligrafía
me generó esta dificultad
(sobre todo si había pasado cierto tiempo desde que lo
había escrito)
y como me resultaba imposible desentrañar algo que
tuviese sentido
(y otros de por sí no hubiesen podido hacerlo),
fui aprendiendo con el tiempo a volcarme directamente
a la máquina.
Antes usaba máquinas de viaje.
La última, una Olivetti roja, estuvo dando vueltas un buen tiempo
y de vez en cuando recibía cierta atención por caridad.
Después llegaron los primeros word processors o
«procesadores de texto».
Los recuerdo muy bien: las primeras versiones no podían
memorizar más que un par de líneas.
Había que escribirlas y guardarlas antes de seguir pensando,
y el único modo de imprimirlas era en papel térmico.
Se hacía con una especie de tinta invisible:
una vez que la hoja estaba un tiempo a la luz, era imposible
ver nada…
Las ideas llevaban una vida a puro riesgo,
siempre al filo de quedar desteñidas.
(Más allá de que ese papel tenía la fastidiosa tendencia
a enrollarse todo el tiempo,
como si ya de por sí le molestara revelar lo que cargaba.)
Después, por fin, llegaron las computadoras.
Mi escritura,
y en consecuencia mi modo de pensar,
dieron un salto cuántico,
no sin antes tener que sobreponerse a un shock:
el primer texto que escribí en la primera pc Compaq que tuve
se esfumó cuando tenía solo un día de escrito.
El resultado fue que toda esa cadena de pensamientos desapareció
y fue imposible recuperarla,
como un sueño del olvido.
Eso no me volvió a suceder nunca
y ahora escribo muchísimo más que antes.
Escribo en medio de la noche, cuando no puedo dormir,
o temprano por la mañana o en cualquier momento del día.
Me fascina escribir por el camino. Lo que más me gusta es escribir en trenes y aviones,
pero también en taxis, tranvías y autobuses.
Las habitaciones de los hoteles me conquistaron tanto
como los cafés,
los parques y las bibliotecas públicas.
Hasta las casillas de observación, esas que no sé qué cazadores
instalan en las márgenes de los bosques,
me parecen un lugar fantástico.
Los textos que están en proceso
(como este)
se sienten muy a gusto en sitios desconocidos
y gozan al mudarse de lugar en lugar.
Me pregunto: ¿Estaré pensando mejor?
No necesariamente.
Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña en verso que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones,
«bloques visuales de ideas» o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos.
Poco tiene que ver con los «versos» propiamente dichos.
Es una forma que responde más que nada al deseo de que las ideas
hallen un ritmo que las ponga en movimiento,
tal como en el cine,
que se vale de la edición
para generar un flujo determinado de imágenes.
Aplicando este tipo de escritura
los pensamientos, en el mejor de los casos,
se echan a fluir en una corriente similar.
Así como una película puede ser revisada y pulida
con un sistema de edición no lineal,
la computadora me permite cortar, prolongar,
redirigir, explayar, precisar, descartar,
superponer, fundir, girar, saltear…
Escribiendo
la sucesión de pensamientos puede ser increíblemente lúdica.
Las ideas pueden servirse de muchos más recursos para jugar
que cuando «solo se las pensaba».
La escritura,
su carácter visual y ese ritmo tan particular,
las liberan de su soponcio y las alientan a avanzar.
Mis primeros textos breves datan de finales de los sesenta.
Fueron escritos para la revista Filmkritik,
que se editaba en un formato más bien pequeño
y tenía una tirada de varios miles de ejemplares
para los pocos cineastas que había en la República Federal
de Alemania de aquel entonces.
Enno Patalas era su editor, pero la publicación contaba
en particular
con aportes de Helmut Färber y Frieda Grafe,
dos de mis grandes ejemplos a la hora de escribir sobre imágenes.
Una vez decidí acompañar uno de esos textos
con una imagen que tomé de una tira.
(Me permito volver a incorporarla.)
Solo eliminé lo que había fuera de la ventana.
Así es como,
a mi parecer,
quería y quiero escribir y pensar:
como si estuviese mirando por la ventana hacia el cielo
o como si estuviese delante de una hoja en blanco, antes,
o delante de una pantalla, hoy,
ante una superficie siempre dispuesta que no solo recoge mis ideas
sino que además me sugiere correcciones,
me propone algún sinónimo
y que, sobre todo,
no se cansa de procesar y de formatear
lo que le in-, pre- o reescribo.
Antes, en las épocas de Filmkritik, todo era mucho más engorroso.
Primero escribía los textos a mano, «en no limpio»,
anotaba un par de puntas verbales y conceptuales.
Después lo «pensaba» tipeando
(o al revés),
tiraba de la hoja para sacarla de la máquina,
tachaba con un bolígrafo palabras o frases completas,
pintarrajeaba un par de correcciones por encima o por los costados
y volvía a tipear todo.
Y después, muy posiblemente, hacía todo una vez más.
Un incordio.
Ahora todo eso se puede hacer prácticamente en un único paso
que engloba todos los métodos anteriores
o los almacena como un recuerdo
que toma forma de un modo más lúdico, rápido e intuitivo.
Es decir, que ese pensar-escribiendo o esa escritura-pensante,
que es un modo de «poner en imágenes» y de «editar la cinta»,
me permite entender algunas cosas de un modo del que no
hubiese sido capaz pensando.
Las palabras, escritas y contextualizadas,
la gramática, volcada a un ritmo y a una caligrafía,
dejan que las ideas se escurran por distintos surcos, tomen aire,
recuperen su centro y finalmente se afiancen.
Es una especie de pensamiento empírico…
No puedo dejar de relacionar este modo mío de pensar escribiendo
con el trabajo en el cine.
Y quizás ahora, cuando escriba el episodio que me viene en mente,
logre entender adónde quería ir con esta idea.
Recuerdo que cuando trabajábamos en los preparativos
de El amigo americano,
mi camarógrafo Robby Müller y yo
estábamos bajo una fuerte influencia de las obras
de Edward Hopper
(por primera, pero no por última vez),
y habíamos diagramado una propuesta visual que consistía
en que cada toma pudiera ser compuesta de un modo tal
que la cámara no tuviese que hacer ningún movimiento.
Queríamos que los actores se desplazaran dentro de un
único cuadro
o que pudieran entrar y salir de él.
Queríamos que cada toma se afirmara cada vez más
como una «imagen».
Estábamos muy convencidos de nuestra propuesta.
Los primeros dos días de rodaje, la respetamos.
¡Ni un solo movimiento de cámara!
Todo se definía a partir del marco:
lo que quedaba dentro de sus límites estaba salvado,
lo que quedaba fuera, sería invisible por todos los tiempos.
(Es elocuente que por aquel entonces la película llevara el título provisorio
Framed, es decir, ‘enmarcado’,
si bien lo interesante de esa palabra es que en inglés encierra
otros significados
relacionados con la farsa y la difamación.)
Al finalizar el segundo día
nos sentamos a ver el resultado de nuestras primeras jornadas
de trabajo.
(Antes había que esperar,
no se podía ir viendo lo que se hacía mientras se rodaba.)
Tomamos posición en nuestras butacas sin decir una palabra
y acusamos recibo de lo que veíamos
sin emitir ningún gesto
ni comentario.
Se encendió la luz y el silencio fue prolongado y espectral.
Pasado un rato, nos atrevimos a mirarnos nuevamente a los ojos.
Los dos asentimos al mismo tiempo y yo,
solo para confirmar lo que los dos ya sabíamos,
dije: «Bueno, ¡a rodar de nuevo!».
Y eso fue lo que hicimos.
Repetimos los dos primeros días de rodaje, completos,
con la única diferencia de que tiramos por la borda la idea inicial
y volvimos a mover la cámara.
¡Qué liberación!
De pronto todo lo que parecía estar petrificado e inerte
se llenó de vida.
La rigidez de la cámara había generado una rigidez
en las emociones.
Es más:
el principio preconcebido
había impedido que las imágenes afloraran,
las había predestinado desde un primer momento a nacer muertas.
Desde ese momento mi cámara (casi) siempre se mueve
y hago un gran rodeo para evitar cualquier idea preconcebida.
A lo que voy:
creo que a la hora de pensar y de escribir
me sucede algo muy similar.
El pensamiento y la escritura no pueden ir antecedidos
de una opinión.
Necesito esa libertad de movimiento,
esos desplazamientos de cámara, por decirlo así.
Tengo que poder «orbitar» alrededor de una idea
o verla «desde arriba»,
tengo que poder aproximarme de a poco
o alejarme para tomar distancia.
Eso es lo que les da vida.
Me resulta muy importante poder observar ese proceso.
El desarrollo de mis pensamientos se manifiesta del mismo modo
que lo hace la narración de una película en la edición.
Ustedes la pueden ir siguiendo
porque yo también tengo que poder seguirla para avanzar.
Esas serían las instrucciones para leer (¿pensar?)
este libro.