De Chuang Tze
(Traducción de Thomas Merton)
Las inundaciones de otoño habían llegado. Miles de torrentes salvajes se vertían furiosamente en el río Amarillo. Éste engordó e inundó sus riberas hasta hacer imposible distinguir un buey de un caballo desde la otra orilla. Entonces el Dios del Río se echó a reír, deleitado con el pensamiento de que toda la belleza del mundo había caído bajo su tutela. De modo que giró corriente abajo hasta llegar al océano. Allí miró por encima de las olas hacia el vacío horizonte del Este y quedó consternado. Oteando el horizonte, recuperó el sentido y murmuró al Dios del Océano:
«Bien, el proverbio está en lo cierto. Aquél que se ha hecho con ideas piensa que sabe más que cualquier otra persona. Así he sido yo. ¡Sólo que ahora comprendo lo que quiere decir Extensión!”
El Dios del Océano replicó:
«¿Acaso puedes hablar del mar
a una rana en un pozo?
¿Puedes hablar del hielo
a una libélula?
¿Puedes hablar acerca del camino de la Vida
a un doctor en filosofía?
De todas las aguas del mundo,
el océano es la mayor.
Todos los ríos van a verterse en él
día y noche.
Jamás se llena,
devuelve sus aguas
día y noche;
jamás se vacía.
En épocas de sequía,
no baja el nivel.
En tiempos de inundaciones,
no aumenta.
¡Más grande que todas las demás aguas!
¡No existe medida para decir
cuánto más grande!
¿Pero estoy orgulloso de ello?
¿Qué soy yo bajo el Cielo?
¿Qué soy yo sin el Yang o el Yin?
Comparado con el cielo,
soy una roca diminuta,
un achaparrado roble
en la ladera de una montaña.
¿Debería acaso actuar
como si fuera algo?»
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