martes, 5 de mayo de 2009

UN POQUITO DE SAL

“Marcheeee…otro lomo con pimienta de cayena”

Pimienta de cayena y más pimienta de cayena, y más carne, y más lomo.  ¿Los demás ingredientes que podrían conformar diversos platos, dónde están?
Aturdido, me paré. El mozo vino hacia mí y me preguntó qué hacía. Yo le contesté: "Me voy". Él sostuvo que faltaba el postre; yo le dije "gracias", pero que prefería irme por que no me sentía bien. Opté por mentir piadosamente y me fui de ese restaurante.
Las ganas de comer tranquilo, en algún restaurante de Palermo Hollywood, todavía me motivaban. Decidí, entonces, sentarme en el restaurante situado enfrente. Me senté, incorporé mis codos sobre la mesa y escuché una oral petición “Marche otro lomo con pimienta de cayena!”... Eso lo había escuchado antes; observé alrededor y noté que los demás clientes se reían, cantaban, pedían la comida pero la relegaban. Comencé a sentirme mal. Mi vista había comenzado a nublarse, la transpiración helada descendía por mi espalda, los mozos pasaban, caminaban con sus bandejas llenas de platos.
Pude pararme. Desconcertado y con miedo llegue hasta la puerta. Me pregunté en ese momento porqué todos los comensales pedían lo mismo ¿Sería por la escasa oferta o por costumbre y falta de identidad en el comensal? Salí de ese restaurante. Tomé el colectivo 152 en dirección a mi casa. En el colectivo no podía sacarme la imagen que me había acompañado en los restaurantes. En fin, la misma imagen... La transpiración persistía y varios pasos se apoderaban de mí. Decidí, entonces, escaparme de esos pasos, bajé del colectivo y corrí hacia mi casa; llegué a mi casa. En el momento en el que abrí la puerta, el humo de otro colectivo entro a mi casa; comencé a toser y, ahí, por motivo de la impredecible asfixia, caí. Al levantarme la sensación persistía, la espalda estaba helada, mi rostro tenía un tono blancuzco. No podía olvidar la anomalía en las cocinas de los restaurantes, la anomalía de los clientes al pedir, la falta de platos; en fin, la falta de propuestas... Esas cosas en mí, generan miedo y desasosiego. Continuaba, entonces, la idea de que jamás saldría a comer, que dependía de mí ofrecer nuevos y buenos platos.
Atemorizado y ansioso logré sentarme. Vislumbré en la cocina una hermosa olla, con agarraderas de acero y fondo bañado en bronce. Me cuestioné a mí mismo si esa olla sería lo suficientemente libre para realizar cualquier cocción. Después de cuestionarme estuve ahí, en la cocina. Mientras perseguía el perfume del cilantro, miraba la olla y su tamaño. Vi una soga que colgaba entre la grasa de mis azulejos, la tomé y decidí maniatarme las piernas. Una vez que mis piernas quedaron como hermanas siamesas, decidí sentarme sobre la mesada, picar cilantro y poner a hervir agua junto a puerros cortados, ajos y vino tinto. Incorporé el cilantro dentro de la olla.
En una odisea contra el tiempo de preparación, encendí un cigarrillo en vigilia del hervor. Después de cinco minutos, el agua emergió enojada -con espuma entre sus dientes- de los bordes de la olla. Fue en ese momento cuando, en posición vertical, sentando mi cola en la mesada, incorporé mis piernas al caldo. Mientras cantaba, las dejé hervir. De repente las vi ahí, en la olla, escapándose de mis caderas; mis piernas hervían en la olla, junto al caldo, para un nuevo plato. Las dejé en el fuego durante dos horas más. Aproveché ese tiempo para armar un artefacto que ayudara a movilizarme. Pasó el tiempo de preparación y me animé a probar. Note que el sabor era uniforme, por lo tanto, tome otro cuchillo y me seccioné cada muñeca con el fin de que mi sangre le diera color al pálido caldo. Vi un ingreso demasiado líquido; entonces incorpore mis vísceras -las más ricas-. En fin, dejé cocinar y esperé nuevamente. Habían pasado dos horas más, probé y noté que el líquido biliar había amargado por completo mi caldo. Empecé a seccionarme poco a poco el hipotálamo para meter parte del hemisferio derecho; metí parte de mi cerebro y esperé sin razón un tiempo más. Se me ocurrió que todo estaría en su punto, probé nuevamente y noté que el sabor todavía no tenía identidad.
Persiguiendo el volar de una polilla mi vista se cruzó con la parte superior de la alacena. Noté que sobre la misma estaba la sal; bajé el salero, agregué sal a la preparación, dejé que se mezclara, probé y me gustó.
Después de haberme cocinado con la intención de crear un nuevo plato, llegué a la conclusión que la sal es imprescindible en toda preparación.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

arbolengo